domingo, 20 de abril de 2014
Como conquistó Cuba a Venezuela ' Moisés Naim 19 Abr 2014 El País
Cómo conquistó Cuba a Venezuela?
La respuesta es Hugo Chávez. Dejar entrar a los cubanos fue la expresión de su poder absoluto
Moisés Naím 19 ABR 2014 - 21:36 CET
El País
La enorme influencia que Cuba ha logrado ejercer en Venezuela es uno de los acontecimientos geopolíticos más sorprendentes y menos comprendidos del siglo XXI. Venezuela es nueve veces más grande que Cuba, tiene el triple de población y su economía es cuatro veces mayor. El país alberga las principales reservas de petróleo del mundo. Sin embargo, algunas funciones cruciales del Estado venezolano o han sido delegadas a funcionarios cubanos o son directamente controladas por La Habana. Y esto, el régimen cubano lo conquistó sin un solo disparo.
Los motivos de Cuba son obvios. La ayuda venezolana es indispensable para evitar que su economía colapse. Tener un gobierno en Caracas que mantenga dicha ayuda es un objetivo vital del Estado cubano. Y Cuba lleva décadas acumulando experiencia, conocimientos y contactos que le permiten operar internacionalmente con gran eficacia y, cuando es necesario, de manera casi invisible. Desde su inicio en 1959, una prioridad de la política exterior del régimen cubano ha sido la creación de vastas redes de apoyo a su causa. Sus servicios de espionaje, su diplomacia, propaganda, ayuda humanitaria, intercambios juveniles, académicos y culturales, y el apoyo en otros países a ONG, intelectuales, periodistas, medios de comunicación y grupos políticos afines han sido pilares básicos de su estrategia internacional. Esto lo hacen todos los países, pero pocos han tenido la necesidad de darle tanta prioridad y durante tanto tiempo como Cuba. La supervivencia económica y política del régimen ha dependido de su éxito en tener aliados en otros países que, a su vez, puedan influir sobre sus gobiernos en apoyo a la isla. En Venezuela esto no fue necesario, ya que logró penetrar directamente en el Gobierno. El hecho indiscutible es que Cuba tiene tanto la necesidad vital como la experiencia y las instituciones para moldear las decisiones de su rico vecino petrolero.
Es bien conocida la enorme ayuda petrolera que recibe la isla desde Venezuela. También las inversiones y el apoyo financiero. Parte creciente de las importaciones de Venezuela se canalizan a través de empresas cubanas. Hace poco se reveló la existencia de un enorme depósito de medicamentos caducados recientemente, que habían sido importados por una empresa cubana: medicinas supuestamente adquiridas en el mercado internacional a precio de saldo, y revendidas a precio regular al Gobierno de Caracas.
La relación va más allá de subsidios y ventajosas oportunidades de negocios para la élite cubana. Como ha documentado Cristina Marcano, una periodista que ha investigado ampliamente este tema, funcionarios cubanos controlan las notarías públicas y los registros civiles de Venezuela. También supervisan los sistemas informáticos de la presidencia, ministerios, programas sociales, policía y servicios de seguridad, así como la petrolera estatal PDVSA.
Y luego está la cooperación militar. El ministro de Defensa de un país latinoamericano me contó lo siguiente: “En una reunión con oficiales de alto rango de Venezuela, llegamos a varios acuerdos de cooperación y otros asuntos. Entonces tres asesores, con inconfundible acento cubano, se incorporaron a la reunión y se dedicaron a cambiar todo lo que habíamos acordado. Los generales venezolanos estaban avergonzados, pero no dijeron una palabra. Estaba claro que los cubanos llevaban la batuta”.
Cuba paga todo esto con personal y “servicios”. Venezuela recibe de Cuba médicos y enfermeras, entrenadores deportivos, burócratas, personal de seguridad, milicias y grupos paramilitares. “Tenemos más de 30.000 cederristas en Venezuela”, se jactaba en 2007 Juan José Rabilero, en esa época coordinador de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) de Cuba.
¿Por qué el Gobierno venezolano permitió esta intervención extranjera tan abusiva? La respuesta es Hugo Chávez. Durante sus 14 años en la presidencia, disfrutó de un poder absoluto gracias al control que ejercía sobre cada una de las instituciones que podrían haberle impuesto límites o exigido transparencia, ya fueran los tribunales o la asamblea legislativa. También dispuso a su antojo de los ingresos petroleros de Venezuela.
Dejar entrar a los cubanos fue una de las expresiones más contundentes de ese poder absoluto.
Chávez tenía muchas razones para arrojarse a los brazos de Fidel Castro. Lo admiraba, y sentía por él un profundo afecto y confianza. Fidel se convirtió en su asesor personal, mentor político y guía geoestratégico. Castro alimentó además la convicción de Chávez de que sus muchos enemigos —sobre todo Estados Unidos y las élites locales— querían liquidarlo, y que no podía esperar de sus fuerzas de seguridad la protección que necesitaba. En cambio, los cubanos sí eran confiables. Cuba también proporcionó toda una engrasada red de activistas, ONG y propagandistas que apoyaron la revolución bolivariana en el extranjero. Chávez también se quejaba públicamente de la ineptitud de sus altos funcionarios. En esto, también Cuba le ayudó, dotándolo de funcionarios con experiencia en el manejo de un Estado cada vez más centralizado.
El alcance de la entrega de Chávez a La Habana lo ilustra dramáticamente la forma en la que manejó el cáncer que acabaría con su vida: confió solo en los médicos que Castro le recomendó, y se trató la mayor parte del tiempo en La Habana, bajo un manto de secretismo.
El sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, ha profundizado aún más la dependencia venezolana de La Habana. Ante las protestas estudiantiles contra un régimen cada vez más autoritario, el Gobierno ha respondido con una represión brutal, que cuenta con los instrumentos y las tácticas perfeccionadas por el Estado policial que controla Cuba desde hace demasiado tiempo.
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martes, 1 de abril de 2014
EL ODIO .Por: María Alesia Sosa
Por: María Alesia Sosa
Esta mañana me dispuse a hacer un reportaje de la tarjeta electrónica. Es la noticia del día. La tarjeta empieza a funcionar mañana, hoy tomaban las huellas para que la gente haga sus compras. Reconozco que fui con algo de prejuicio, porque el carácter cubano de este Gobierno obliga a que mi cerebro relacione esta nueva tarjeta con la tarjeta de racionamiento cubana. Pero mi deber es investigar, ver cómo empezó la cosa, cómo está funcionando.
A primera hora de la mañana entrevisté al economista Asdrúbal Oliveros, quien en su declaración para mi reportaje, le da un voto de confianza a este nuevo sistema porque en otros países ha sido positivo. Yo decido dárselo también, y mi prejuicio entonces se reduce. Lo cual me alegra, porque no puedo olvidarme que soy periodista. Insisto, mi deber es investigar.
Planeo ir a varios mercados del Gobierno, para ver cómo avanza el sistema. Camino hacia el Bicentenario. Recorro los pasillos. No hay colas, no hay demasiada gente, ni demasiados productos. Había aceite, pensé comprar, pero primero debía grabar y entrevistar. No advierto movimiento de la tarjeta. No veo ningún stand donde tomen la huella. La gente tampoco parece estar enterada de lo que el Diario Vea anunciaba en un titular de hoy: “Gran registro del Plan Abastecimiento Seguro”.
Grabo algunas tomas de los anaqueles, el de lentejas lleno, el de harina vacío, en las oxidadas neveras de carne quedaban algunos paquetes. Había cereal, pero leche no. Sigo grabando. Las tomas no son bonitas, son el reflejo de un sitio en decadencia, de las sobras de cualquier cosa. Son pasillos de resignación y conformismo. Grabo un poco más. Grabo la presencia de militares. Al fin y al cabo es raro ver militares en un mercado.
Le pregunto a uno de los empleados de camisa roja, que donde es que están tomando la huella para la tarjeta electrónica. No tiene idea de lo que le hablo.
Voy entonces a las cajas y hago una toma de la gente pagando. Era la última toma. Después el plan era entrevistar a los encargados sobre la tarjeta y que el supervisor, gerente o militar, supongo, me dijera en qué consistía el sistema. Pero no pude. Mientras grababa la caja, uno de los empleados de camisa roja se me viene encima, me empuja la cámara.
—¿Qué me estás grabando tú? ¡Me estás grabando la cara con dinero en la mano! ¡Me vienes a robar!
Nunca tan arbitrariamente me habían llamado ladrona. No entiendo el odio.
—¡MILICIA! ¡MILICIAAA! ¡Venga acá milicia! ¡Esta tipa me está grabando con dinero en la mano para robarme!
Le dije: “¿Disculpa?”. No me dio tiempo a hacer más preguntas. Ya estaba rodeada de militares, cuya labor era intimidarme. También me rodearon empleados de camisa roja.
El “milicia” encargado me obligó a que le diera la cámara.
— No te voy a dar la cámara, porque en ese caso me estarías robando tú a mí.
— Me das la cámara, tú no puedes venir a grabar aquí así.
Lo que más me impresiona es que él considerara una amenaza las tomas de un anaquel ¿Tan mal veía él su mercado? ¿Entonces él sí es sensible a la escasez, al deterioro? Por eso, le dije: —¿A qué le tienes miedo? No contestó.
Rodeada de varios verde oliva y empleados de camisa roja, comenzaron a gritarme: “Que entregue la cámara”, “Que borre el material”, “Estás conspirando contra la revolución”. Se unieron algunos clientes, nadie para defenderme. Esas órdenes después se convirtieron en insultos: “Cabeza de huevo”, “maldita puta”, “No eres periodista”. Nadie me defendió.
—Te vienes adentro conmigo— me dijo el militar.
—No me voy a un cuarto con usted, usted no me manda, y yo no lo conozco.
—¡Tranquila, yo no tengo tan mal gusto!, me contestó con asco y odio.
Cuando comprendió que nunca iba a entregarle la cámara, me dijo que tenía que borrar todo lo que había grabado. Sólo así podía irme, o “me llevaba presa”. Presa por grabar en un mercado. Me lo repito y no lo digiero.
Lo consiguieron. Borraron todo mi material. Pero sobre todo, consiguieron sacar de ellos mismos, el odio desmedido para el que han sido entrenados. Por un momento, me pregunté cómo habían sabido que yo no era de su equipo. Nunca saqué un carnet, no hice preguntas incómodas, no hubo tiempo. Me odiaron por mi cara y por mi cámara. Les pareció, a todos, que ese no era mi territorio, que yo no tengo derecho a pertenecer ahí, ni a comprar aceite, ni a grabar.
Me dejaron ir. Pero sin las tomas de los pasillos de resignación y conformismo, sin las tomas de anaqueles vacíos, y las de militares en un mercado. Apenas puse un pie fuera de ese país desconocido, mi rabia se convirtió en llanto. No por no poder hacer mi trabajo, no por el reportaje, no por las tomas, ni por la cámara, no por el acoso a los periodistas que ya es costumbre. No podía contener el llanto, por el odio exacerbado que me tienen sin saber ni siquiera quién soy. Porque me detestan sin saber si trabajo en un orfanato cuidando niños, o mato gente todas las noches. No importa. Me odian. Y yo odio que me odien.
No sé si el Plan Abastecimiento Seguro o la tarjeta electrónica funcionará, lo que sí se que funcionó es el odio que han sembrado hacia los que no piensan igual. El trabajo es detestar al otro, la misión es aniquilarlo, la meta es que nos odiemos aunque no haya razón. Y eso termina destruyendo de tristeza, de impotencia y de desesperanza al odiado. No sé cómo se va arreglar la economía, ni la política, pero, mejor nos preocupamos por otra cosa: el problema más grave que tiene Venezuela y más difícil de solucionar es el odio sembrado. Ya tiene demasiadas raíces y apenas estamos recibiendo la primera cosecha.
Caracas, 31 de marzo de 2014.
@MariaAlesiaSosa
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